lunes, 27 de mayo de 2013

El templo de la perdición

“Las casualidades son las cicatrices del destino. No hay casualidades, somos títeres de nuestra inconsciencia”. Carlos Ruíz Zafón, “La Sombra del Viento”


Hubo una época en que el Estadio Azteca era una trampa mortal para sus visitantes. Hubo un tiempo en que cuando creías que el América estaba rendido, se levantaba, maltrecho, de entre las sombras para darte un golpe de nocaut. Hubo una era en que aquel clan azulcrema encontraba siempre la manera de hacer sufrir a sus rivales; hallaba la forma de despojarles del tesoro; les dejaba tendidos y confusos, mal heridos y jadeantes. Yo conocí aquel tiempo maldito. En ese América estaban Alfredo Tena, Farfán, Zague, Santos, Vinicio, Zelada, Chávez, Camacho, Bacas, Cristobal… Yo le temí también a aquel América.

24 años después, el domingo en el Estadio Azteca, reconocí a aquel viejo espíritu, esa inquebrantable energía; volví a ver esos ojos encendidos por la ambición, esos músculos tensos por el deseo. Porque algo ocurrió esa noche imborrable en el Estadio Azteca que aquella mística resucitó. América desenterró un viejo secreto que yacía oculto en esa grama. Al hacerlo, los ancestros americanistas regresaron, cual piratas, para lanzar a sus herederos en pos de un abordaje que parecía suicida. Sí, el América no estuvo solo esos últimos minutos, una fuerza huracanada, un viento que viene de muy lejos, empujó a Moisés Muñoz, Christian Benítez, Raúl Jiménez y compañía para que dieran ese salto hacia el risco de las hazañas.

Por que como te dije antes, hubo un tiempo en que el Estadio Azteca era una trampa mortal, una hermosa tentación que le costaba el sueño a sus visitantes, un templo de la perdición. Yo viví aquella época, yo le temí a aquel a aquel América. El domingo por la noche, dos décadas después, volví a mirarle, volví a reconocerle.

EL TRIUNFO DEL CORAJE
Miguel Herrera es, por definición, un luchador; se trata de un hombre que, desde muy joven, tuvo que ir contra la corriente para subsistir. Sin ser el más dotado técnicamente, se labró, con base en el hambre y la valentía, una carrera sólida en Primera División. Para Miguel, los éxitos nunca han llegado rápido, ni como futbolista ni como entrenador. Tardó en establecerse como futbolista en el máximo circuito, comenzó jugando como un delantero pertinaz y correlón, pero se afianzó como un temible defensa lateral.

Como entrenador, inició con planteles modestos como el del Atlante, y aun cuando llegó a Monterrey, el título se le resistió. El “Piojo” personifica al mexicano pícaro y descarado, auténtico y fraterno, al “amigo” del barrio con el que puedes contar. Personalmente, con sus virtudes y defectos, con sus carencias y excesos, siempre he admirado a Miguel Herrera, un tipo que nunca se ha sentido menos que nadie y que jamás permitirá que le pasen por encima.

Por Antonio Rosique para MedioTiempo.com