martes, 28 de mayo de 2013

Y por eso me gusta tanto el futbol

No viene al caso hacer esta columna como siempre, hablando brevemente de los diferentes sucesos de la semana. Ahora sólo hay un tema: el partido del domingo en la noche. No viene al caso mencionar la redención de Robben o el paso de Neymar al Barcelona. Hoy no.


Nunca, en todos mi años de aficionado, había vivido momentos como los de esta Final. El América, un equipo al que se le acusa de todo —y en ocasiones merecidamente— mostró un carácter que no le conocíamos, un espíritu que no se ve con frecuencia en nuestro futbol. Nunca se rindió. Nunca hizo otra cosa que buscar el título. Y al final recibió una recompensa que los ahí reunidos, en el Coloso, creímos que no llegaría nunca. En casi 180 minutos las Águilas habían demostrado que no tenían idea de cómo meterle un gol al Cruz Azul y en particular a Corona. Tiraban balonazos inútiles desde las bandas hacia el centro del área que la defensa fácilmente reventaba. Buscaban a Benítez con pases que en la NFL se conocen como “Ave María”, pero el goleador estaba mejor resguardado que Obama cuando nos visitó. Sin embargo, los jugadores del América compensaron su falta de claridad con con enjundia, con agallas. No les afectó en lo anímico tener dos goles en contra o un jugador menos en la cancha. Tampoco que el árbitro estuviera tomando pésimas decisiones en su contra (por cierto ¿Torrado tiene fuero, o como explican que se le permita patear tanto?). Ellos no se rindieron hasta conseguir el objetivo anhelado.

Me da la impresión que lo que le sobró a los de Herrera es justo lo que le faltó a su rival, que prefirió aguantar atrás, esperando un contragolpe que le ayudara a asegurar el título. El Cruz Azul jugó como visitante en el Azteca pero también en su casa. Practicó un futbol ratonero. Especuló, pensando que ese era el camino para acabar con la sequía. Su técnico rápidamente sacó de la cancha a su jugador amonestado, evitando que otra tarjeta pudiera poner en igualdad de circunstancias el partido. Otros de sus jugadores fingieron faltas y lesiones sin pudor alguno, buscando sacar tajada. Hoy sabemos que de nada eso les sirvió. Que equivocaron el plan. Que la escuela de pensamiento y estrategia Raúl Arias no siempre arroja resultados favorables a sus adeptos. Y mientras todo esto ocurría, yo estaba como noventa y tantas mil personas en el Estadio Azteca, pensando que ya no iba a pasar nada. Me acordaba de una Final a la que me llevó mi padre hace muchos años en la que perdió el equipo al que le iba de niño, justamente contra La Máquina. Yo tenía seis años y me resultó tan fuerte la desilusión de aquella ocasión que cambié de equipo. Desde entonces soy americanista.

En el minuto 85 estaba seguro que mi equipo iba perder. Pero a diferencia de otras ocasiones no sentía el enojo que acompaña a los resultados adversos. Al contrario, me daba gusto que el equipo se hubiera entregado así. Se puede perder con dignidad. La porra del Cruz Azul celebraba como si el hechizo ya se hubiera roto. Bailaban, brincaban y entonaban el “Cielito lindo” a todo pulmón. En eso cayó el primer gol y nos animamos los americanistas. La persistencia empezaba a dar frutos, aunque quizá demasiado tarde. Lo que pasó a continuación fue vertiginoso. Un córner. Otro. El remate de Moisés. El gol. La locura en el estadio. El silencio en la cabecera cruzazulina. Un vecino de asiento, entusiasta de los azules, con la voz quebrada decía “No puede ser, otra vez, no”. Este señor ya anticipaba el desenlace.

El América pudo haber ganado en los tiempos extras, pero no lo hizo. A los penales la Máquina llegó abatida. Los tiros fueron mero trámite. Una vez maá hizo acto de presencia el eterno subcampeón. El frustrazul. El hazmerreir de las demás aficiones.

Por eso me gusta tanto el futbol. Por el final de este partido. Por que más allá de sus directivos, de su política, de sus multidueños, de los árbitros incompetentes, de los técnicos timoratos, es capaz de darnos minutos de emoción pura y sin diluir que hacen que todo lo demás valga la pena. Hay campeón.

Por Rulo para el Diario Récord.