América vivió tal vez la más colosal de sus coronaciones. Y en contraste Cruz Azul sufrió el más colosal de sus Subcampeonatos. Las Águilas escalaron el Everest de lo imposible, de lo improbable, de lo impensable. Dominaron 88 minutos infructuosamente. Cuando las banderas en la tribuna empezaban a plegarse; cuando la esperanza se rendía ante la resignación, ocurrió eso que llaman milagro aquellos que no conciben los maravillosos portentos del ser humano.
Y las proezas llegaron con los dos mejores americanistas de la noche. Primero Aquivaldo Mosquera, con un cabezazo, para romper la rutina fácil con que Cruz Azul defendía ese diluvio inocuo de centros de las Águilas. Y tres minutos después, un hombre que hace un año salvó la vida de un accidente, agradeció a la muerte su tolerancia y su indulgencia de aquel entonces. Moisés Muñoz recorrió 100 metros, de área a área. Y vivió uno de esos momentos mágicos, fantasiosos, fantásticos: hizo el 2-2, en una palomita. América había nutrido con fe ese cadáver que recibía los Santos Óleos, a toda lógica, con ese 2-0 en el marcador. El 2-2 era el maná maravilloso de su redención. Y en contrastes, Cruz Azul, fue asesinado en esos tres minutos. Antes había fallado de manera absurda, obscena, ridícula, otras posibilidades de gol, o el mismo Muñoz las había desahuciado. Especialmente la que desperdicia a dos centímetros del gol Teófilo Gutiérrez, en un yerro tal que equivale casi a un acto de traición. América creció en fe. Pero Cruz Azul sucumbió ante los espectros execrables de su propia historia en los últimos 15 años y medio. No se rindió, eso lo indulta, pero supo que no era capaz de escapar a su destino maldito.
Y los contrastes en las bancas describían a sus equipo.
Memo Vázquez era un anuncio de tónico concentrado de pasiflora: dejaba escapar La Final, la mejor en la historia del futbol mexicano, y seguía mudo, con cara de circunstancia. Una fotografía suya habría sido más expresiva. Era la máscara del miedo. Por el otro lado, amenazado por el árbitro, conteniendo ese diantre energúmeno que lo subyuga, estaba Miguel Herrera. Era el Piojo tratando de exorcizar a su propio Piojo. Chiflaba, gritaba, manoteaba, protestaba, dirigía, lamentaba, consultaba. Él sí sabía que era La Final y que la perdía 2-0 con un hombre menos. Incluso, al irse a Tiempos Extras, el contraste se hace más evidente, Memo Vázquez vagabundea entre sus jugadores, sin arengarlos, sin sacudirlos, sin estremecerlos. El miedo de un líder induce a la manada al suicidio. Y pasó. En tanto, Herrera, más bajito que todos, excepto el Hobbitt, se perdía entre el círculo de sus jugadores abrazados. Algo les grita, algo les promete, algo les reclama, algo les incita. El mejor premio lo encuentra cuando al romper la caravana, algunos lo abrazan: es pacto de lealtad, de compromiso. La fe no mueve montañas, mueve hombres sin fe propia. Y pasó. Memo Vázquez era, en el desenlace, un alma en pena. Miguel Herrera era, en el desenlace, un alma que se había sacado una pena de 2-0. Gran mérito tiene el Piojo en la coronación. No es fácil mantener en pie de guerra a una caravana en desventaja durante 107 minutos y bajo advertencias y amenazas constantes del arbitraje. Ya se sabía que el Piojo era un técnico de torneos y de Liguillas, pero no de finales. Este domingo lo fue. Finalmente.
Al final, más allá de las perversas y pervertidas etiquetas, la magnitud del espectáculo, circunstancial cierto, impredecible sin duda, va más allá de las guirnaldas y los trofeos al verdugo y a la víctima, es un desafío y una muestra de que el futbol mexicano puede ser mejor de lo que algunos de sus técnico mediocres se empeñan en ofrecer.
Por Rafa Ramos para ESPN
Memo Vázquez era un anuncio de tónico concentrado de pasiflora: dejaba escapar La Final, la mejor en la historia del futbol mexicano, y seguía mudo, con cara de circunstancia. Una fotografía suya habría sido más expresiva. Era la máscara del miedo. Por el otro lado, amenazado por el árbitro, conteniendo ese diantre energúmeno que lo subyuga, estaba Miguel Herrera. Era el Piojo tratando de exorcizar a su propio Piojo. Chiflaba, gritaba, manoteaba, protestaba, dirigía, lamentaba, consultaba. Él sí sabía que era La Final y que la perdía 2-0 con un hombre menos. Incluso, al irse a Tiempos Extras, el contraste se hace más evidente, Memo Vázquez vagabundea entre sus jugadores, sin arengarlos, sin sacudirlos, sin estremecerlos. El miedo de un líder induce a la manada al suicidio. Y pasó. En tanto, Herrera, más bajito que todos, excepto el Hobbitt, se perdía entre el círculo de sus jugadores abrazados. Algo les grita, algo les promete, algo les reclama, algo les incita. El mejor premio lo encuentra cuando al romper la caravana, algunos lo abrazan: es pacto de lealtad, de compromiso. La fe no mueve montañas, mueve hombres sin fe propia. Y pasó. Memo Vázquez era, en el desenlace, un alma en pena. Miguel Herrera era, en el desenlace, un alma que se había sacado una pena de 2-0. Gran mérito tiene el Piojo en la coronación. No es fácil mantener en pie de guerra a una caravana en desventaja durante 107 minutos y bajo advertencias y amenazas constantes del arbitraje. Ya se sabía que el Piojo era un técnico de torneos y de Liguillas, pero no de finales. Este domingo lo fue. Finalmente.
Al final, más allá de las perversas y pervertidas etiquetas, la magnitud del espectáculo, circunstancial cierto, impredecible sin duda, va más allá de las guirnaldas y los trofeos al verdugo y a la víctima, es un desafío y una muestra de que el futbol mexicano puede ser mejor de lo que algunos de sus técnico mediocres se empeñan en ofrecer.
Por Rafa Ramos para ESPN