POR ANTONIO ROSIQUE.
Un equipo grande debe tener –ante todo- rabia por defender su historia. Puede jugar bien o mal; puede vivir un gran momento o una crisis; puede empatar de milagro o ser goleado; puede fichar futbolistas con precisión o con torpeza; pero jamás puede perder esa sangre caliente que le llevó a la cima. Así son los grandes campeones, jóvenes o veteranos, enteros o maltrechos, siempre compiten con la raza de los toros bravos quienes, aun mal heridos, tratan de atestar una cornada mortal a su enemigo. Así es Cuauhtémoc Blanco, por ejemplo, en cualquier día, en cualquier momento. Se llama mística. Y la tienen jugadores y equipos que, antes de perder, arrebatan; marcan su territorio a patadas si es necesario, con tal de dejarle bien claro al rival contra quién jugaron, a quién le ganaron. Están dispuestos a desangrarse antes de entregar la victoria.
El sábado en Chiapas, América deambuló –extraviado- durante 80 minutos en la cancha de Jaguares, hasta que la insulsa expulsión de Jackson Martínez, despertó al Ave. Fue como si el Águila recibiera un aguijonazo, un piquete de abeja mientras dormía en su nido. Ese guiño de la fortuna, le despertó -de súbito- con ardor, mal humor, y ganas de cobrarse la agresión con el primero que se encontrara.
El América – no el brillante, pero sí el agresivo- despertó así para reclamar, con agallas y orgullo, un poco de su historia. Sacó un empate que oxigena el ambiente y evita –por ahora- una crisis mayor. Hace tiempo que el América no me inquietaba, el sábado (esos últimos diez minutos) volví a sentir que a las Águilas aun les quedaba un poco de sangre. Me queda claro, que antes que otra cosa, este América tiene recuperar la memoria de su estirpe. Sin eso, no hay pizarrón, ni entrenador, ni jugadores, que resuelvan esta mala época. Ojalá que este plantel recuerde la historia que defiende, porque en estos días, el Ave atemoriza a muy pocos.
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